lunes, 6 de octubre de 2014

Anatomía de un recorrido

Me gustas de abajo a arriba. Siempre de abajo a arriba, en ese orden, empezando por
los pies.

Reviso dedito a dedito, desde los más pequeños a los más grandes. Los quiero a todos
por igual, y ellos adoran jugar conmigo. Después voy a los tobillos, dos nudos pequeños y
recios, esas dos bolitas de hueso. Examino a conciencia toda su lisa superficie, y cuando he
terminado, sigo subiendo. Ahora vienen las rodillas. Me suelo entretener bastante en el
espacio inmediatamente inferior, e inmediatamente superior a éstas. Todo eso que
conforman tus piernas, entre los talones y los muslos. Estos últimos son una delicia, gentiles
y agradecidos a todas mis caricias.

Ahora bien, llegados a este punto, nada se compara con tu centro. Tu ombligo me
señala el camino y me recuerda que sigo vivo. Más abajo, encuentro la paz. Es el inicio de
ti, de mí, y de todo lo que alguna vez fue pensado o hecho. Paso sin prisa por tu centro;
cálido, acogedor, reconfortante. En esas latitudes nunca olvido tu revés, que me recuerda a
tus muslos. La naturaleza ha querido diseñar esa parte de ti con especial cuidado, tomando
como modelo la forma perfecta de tus caderas.

Me traslado ya al otro hemisferio, más al norte, pero sobre la misma masa cálida
incandescente.

Tu vientre es un mundo. Liso, suave, alto, profundo.Vivo y sueño en él. Mis labios se
conocen todas las rutas que lo surcan. En ocasiones recorren, varias veces, arriba y abajo,
todos esos caminos.

A los costados penden de ti dos miembros alargados que terminan en unas manos de
terciopelo y unos finos dedos juguetones, que se empeñan en enredarse en los míos. Desde
tus pulidas uñas de nácar subo y subo, deslizándome sobre tu piel con la yema de mis dedos.
En las alturas, tus hombros son un manantial. Mis labios, no sé porqué, tienen
predilección por esa grácil capa de piel que los cubre, que parece derretirse bajo mis besos.
Y siguiendo el itinerario, camino centímetro a centímetro; mejor, milímetro a milímetro
hasta ese enclave de ensueño.

En tu cuello he muerto miles de veces. Me encanta ver como se tensa, como se relaja,
y como se estremece. Guarda tantos secretos y placeres que me cuesta horrores
desprenderme de él. Para autocomplacerme, todo mi ser se vuelca largo tiempo en esa
maravillosa franja.

Entonces vuelvo sobre mis pasos, tomando una ruta distinta. Me dirijo hasta ese
hoyuelo caprichoso donde nace tu cuello. Lo exploro y sigo fugaz hacia abajo. Tus tesoros
rosados son dos pedazitos de cielo. Siento que mis manos son demasiado vulgares para
tocarlos. Me conformo con su visión, y con la textura que siento en los labios cuando llego a
la cúspide. Conquisto esas cimas todas las veces que puedo. A veces resbalo, y la caída se
me hace deliciosa, infinita... Tus dos tesoros rosados palpitan, se hinchan y me llaman. Me
comunico con ellos en un lenguaje secreto, casi mágico. Mis dedos atrevidos se escabullen y
quebrantan la calma de éstas, tus dos joyas. No los sanciono. ¿Quién no se conmueve antes
tus tesoros rosados?

Al final del camino está la ambrosía. Es algo magnético. Tus labios llaman a mis
labios. Algo más grande que tú que yo se produce entre ellos. Yo no digo nada, y tú
tampoco. Somos víctimas de cuatro líneas de carne que se aman infinitamente. De repente,
el hechizo se rompe, descubrimos que existimos, y mis ojos se pierden en tus ojos. La
sensación es de un ensueño cuando me sumerjo.

Como organismos independientes, mis manos mapean tu espalda y testan la suavidad
de cada hebra de tu cabello. Cual violín de mujer, mis dedos se mueven imitando el experto
que no soy y tratan de arrancarte algunas notas. Simulo un mordisco en la apetecible
prolongación de ti misma que cuelga de tu oreja y dejo que mi lengua se cobre su parte.
Nariz con nariz como dos esquimales sellamos el pacto de nuestra existencia. Tu ríes, y yo
he de decirlo: hueles a vida, y sabes a miel.

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