Ella
era una de esas que te dejan hecho polvo. En todos los sentidos. Una de esas
que disfrutan sintiéndose querida, queriéndote y a la vez haciéndote sufrir.
A ella
le encantaba llevarme al cielo y después ponerme de rodillas. Era la mejor
haciendo lo peor. Había sido capaz de desarrollar la habilidad de tenerme
siempre pendiente de sus designios, de sus cambios de humor, de sus caricias
indiscretas, de sus súbitos abrazos al cuello.
Ella
era así, ese ángel demoníaco que dominaba todas las trampas de placer, mordía,
y después administraba el antídoto para su propio veneno.