Era la
más bonita del mundo, y de ese mundo la más bonita de largo. Pero lo hubiese
sido de cualquier manera. En cierto sentido habíamos logrado mantener un estilo
de vida bastante normal. Trabajo-casa, casa-trabajo. A mí no me gustaba que
ella corriese ningún peligro, y por eso casi nunca dejaba que me acompañase.
Al
principio fue fácil. Después de deambular durante muchos días, durmiendo con un
ojo abierto y otro cerrado, y con el temor de que el que estuviese de guardia
se quedase dormido, llegamos a esta nave. Descubrirla fue todo un alivio,
porque debía de ser ya de madrugada, y habiendo pasado tantas penalidades a la
intemperie, no nos lo pensamos dos veces.
Limpiar
la planta baja fue fácil, cuatro o cinco. A saber cómo habrían entrado, pero no
nos llevó más que unos minutos deshacernos de ellos. Arriba descubrimos una
estancia enorme completamente vacía, con el suelo de manera y grandes
ventanales que nos ofrecían una vista en todas las direcciones de aquel
polígono industrial; y creedme, cuando tu vida se convierte básicamente en
encontrar alimento y huir, no sabéis la tranquilidad que te da el saber que sea
lo que sea que vaya a por ti vas a poder verlo antes de que llegue.
Y así, muertos
de cansancio, nos acurrucamos en una esquina de aquel almacén, envueltos en las
dos mantas que traíamos, y sin haber comido nada en todo el día, nos quedamos
dormidos. Nuestra intención era pasar allí sólo aquella noche pero al final nos
acabamos quedando.
Con el
paso de los días nos dimos cuenta de que habíamos tomado la mejor decisión.
Estábamos a las afueras de la ciudad, lejos de los peligros del centro, y
podíamos hacernos con comida con relativa facilidad explorando las naves
colindantes. Descubrimos una repleta de latas de conservas, y pasamos cuatro
días con sus noches, trasladándolas todas al piso superior de nuestra nave-almacén.
Además nos dimos cuenta de que teníamos agua corriente. Había un pequeño aseo
en la parte de abajo, y del grifo todavía salía agua. Llenamos todas las
botellas y cubos que encontramos, nos dimos una ducha fría como pudimos, y
concluimos que el agua debía de provenir de algún depósito interno de este lugar,
que a juzgar por la maquinaria y las herramientas, debía de haber sido un
taller mecánico cuando el mundo aún era mundo.
Pasamos
semanas sin salir de aquí. Teníamos todo lo que podíamos necesitar: agua y
comida a la que había que sumarle toda la ropa, las sábanas, las almohadas y
las mantas que habíamos encontrado en otro almacén. Teníamos mucho más de lo
que dos supervivientes podían necesitar, incluso dormíamos sobre un colchón que
había aparecido en un contenedor de basura a tres calles de aquí. Si alguien
nos vio, pienso que le debió de parecer muy divertido ver dos personas como
nosotros, arrastrando con entusiasmo un colchón harapiento por la calle. Nos
acomodamos tanto que llegamos a echar de menos la televisión, la música, los
libros y todos esos sencillos placeres que quizás no habíamos valorado del todo
cuando habíamos podido disfrutar de ellos. Ella se lamentaba de no haberse
traído un libro “al fin del mundo”, así que el día que encontró un ejemplar de Orgullo y prejuicio en el fondo de una
caja se volvió loca de felicidad. Y a mí me costó un poco más, pero cuando
conseguí reunir un radiocasete, unas viejas cintas de cantantes que ninguno de
los dos conocía, y lo que fue más difícil, unas pilas que no estuviesen
gastados, grité y salté de alegría.
Pero lo
mejor, mejor que todo eso, era el tenernos el uno al otro. Había días en los
que sólo comíamos, dormíamos y hacíamos el amor. En cierto sentido era mejor
que todo lo que yo habíamos tenido antes, que la “vida normal” de antes. No
había que ir a trabajar, no había atascos, no había nada ni nadie que te dijera
lo que tenías que hacer. El mundo, aquel pequeño mundo en el piso superior de
un antiguo taller mecánico era todo nuestro. Yo la miraba mientras dormía y no
me podía creer lo afortunado que era por estar vivo, porque ella lo estuviese,
y por tenerla allí conmigo. En efecto, era la más bonita del mundo. Posiblemente
era una de las pocas mujeres que quedaban en el planeta, pero aún en el mundo
caótico y habitado de siempre, ya había sido también la más hermosa de todas.
Entonces,
más por aventura que por necesidad, decidí adentrarme un poco más en la ciudad,
salir del polígono, ver qué oportunidades o peligros había más allá. Por
supuesto no quería que ella corriese ningún riesgo, y por eso iba sólo. Sólo
dejé que me acompañara las dos primeras veces, creo. Para aprovechar mejor el
tiempo y las pocas horas de luz (el otoño se acercaba), decidí pasar todo el
día fuera y volver antes de que se pusiera el sol. Esto a ella no le gustaba,
así que acordamos que si a la mañana siguiente no había regresado, entonces
podía salir a buscarme. Por fortuna eso jamás sucedió.
Con el
paso de los días esto se convirtió en la rutina habitual. Pocas veces me las vi
en una situación complicada, y en menos ocasiones aún tuve noticias de que hubiese
por más personas por ahí. Eso me aterraba más que nada. Saber que había otros
hombres y mujeres como nosotros, con no muy buenas intenciones, y saber que
ella estaba sola en nuestra casa-taller-almacén me ponía de los nervios. Pero
entonces me quitaba rápidamente esos pensamientos de la cabeza. No me ayudaban
en nada, sólo me distraían y me hacían que preocuparme en vano.
La
mejor sensación del mundo se producía cuando regresaba con las últimas luces y
la encontraba allí junto a la puerta. Con una gruesa cadena y un candado no tan
grande habíamos logrado cerrar la única puerta del antiguo taller mecánico. Si
nos descubrían no iba a servir de mucho contra los vivos, pero al menos si eran
los muertos los que intentaban entrar, ganaríamos algo de tiempo para escapar
de otra manera. Yo insistía en que me esperase dentro y que la mantuviese
cerrada hasta que llegase y diera los “tres toques mágicos”. Pero día tras día,
cada atardecer, la encontraba allí, con una linterna en una mano y un machete
en la otra. Al principio me enfadaba pero después lo entendí. En un mundo
vacío, lleno de soledad y muerte, pasar tan solo un día con la compañía de uno
mismo era demasiado. Yo también lo notaba.
Y así
pasaron muchos días hasta que la atacaron.
Con ese
rostro precioso y esa sonrisa perpetua suya ahora me jura que fue sólo uno, que
no se explica cómo pudo sorprenderla, que apareció sin más, que se abalanzó
sobre ella y que antes de que pudiera defenderse con el machete ya la había arañado.
Sólo un arañazo, tres cortos y estrechos surcos rojos sobre su piel que sé que
van a llevársela. No dejo de maldecirme una y mil veces por no haber llegado a
tiempo, sólo quince minutos antes. Ahora me mira, me mira y me sonríe, y me
dice que no llore, y me dice que me no me preocupe, y me dice que sabré
arreglármelas sin ella, y no sé si es ella o es la fiebre la que habla por su
boca, por esa boca mágica suya. Y no sé que haré, no sé que haré cuando se le
cierren los ojos y tenga que hacerlo. Tal vez no haga nada y haga lo más
cobarde, o tal vez haga lo más cruel, y a la vez lo más valiente. No lo sé.
Sólo que sé que incluso ahora es la más hermosa, igual que lo fue antes, cuando
el mundo era mundo, igual que dentro de poco, cuando aquí entre mis brazo sea
también la más bonita de todas las muertas.