La tonalidad de su pelo era mil veces más majestuosa que los colores con que Monet pintó el cuadro que tiene delante.
Es toda luz, y temo que si me acerco un poco más vaya a desaparecer ante mis ojos. Intento no mirarla. Me giro hacia al Renoir que tengo a mi derecha, pero me vuelvo otra vez hacia ella. No soy mas que un vil trozo de metal y ella un imán de piel, carne, y magia.
Sus hombros son la mayor obra de arte que hay en la galería. Mi mirada se desliza por sus brazos y se detiene en la punta de sus dedos, diez exquisitas piezas de celestial calidez humana.
Jamás existió un ser más sublime visto de espaldas.
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